EL CEREBRO DE LA REVOLUCION

Las revoluciones hacen perder la cabeza a muchas personas de distinto modo: decapitación, purga, desnortación paranoica o fanatismo dictatorial. En el centenario de la revolución rusa, analizaremos el cerebro de sus cerebros. Esta revolución pretendía instaurar los principios comunistas en la sociedad y crear al hombre nuevo, inmerso en un colectivo dirigido por unas élites gobernantes con poderes casi sobrenaturales. Se abrían dos mundos y era preciso demostrar la superioridad del hombre comunista sobre el capitalista (y desterrar la idea de la supremacía de la raza aria). Y qué mejor que mirar al cerebro para demostrarlo. Así, el estudio del encéfalo de los líderes de la revolución y de intelectuales brillantes afines al régimen se convirtió en un asunto de estado. Fue el punto de partida de un magnífico banco de cerebros con donantes tan ilustres como Pavlov, Mendeleiev, Maiakovski, Gorki, Stanislavski o Einsestein, entre otros. Contraviniendo los principios marxistas, se asumía que quien hacía historia no era el proletariado sino una élite de genios. Pero daba igual. Bastaba con imponer un secretismo total.

Lenin fue el primer líder en morir. El estudio de su cerebro se convirtió en una prioridad nacional por ser el ideal para demostrar las virtudes del hombre comunista. A los 51 años sufrió varios ictus que le confinaron a una silla de ruedas. El primero ocurrió pronunciando un discurso. Murió a los 54 años, se congeló su cerebro y fue embalsamado. Y ahí sigue, en el mausoleo del Kremlin, lugar de peregrinación de millones de trabajadores y nostálgicos. Como un santo. Paradojas de la vida.

El cerebro pesó 1340 gramos, un peso normal. Mostraba signos de descomposición, múltiples áreas reblandecidas por los infartos y una hemorragia reciente, tal vez la causa última de su muerte. Las arterias estaban estrechadas por una arteriosclerosis brutal. El Polit Bureau encargó el estudio detallado del cerebro a los Vogt, un matrimonio de patólogos alemanes que había huido de los nazis por su ideología comunista. Stalin les conminó a que demostraran que había sido un genio, pero resultaba complicado hacer poesía de un cerebro así. Analizaron treinta mil cortes y anunciaron que habían encontrado las células de la genialidad en la corteza cerebral de Lenin. En realidad eran las células motoras de Betz, unas neuronas de gran tamaño que todos poseemos, pero cualquiera llevaba la contraria a Stalin. En especial porque Vogt, un extranjero, no era santo de la devoción del tirano (Prefería al ruso Bechterev, pero Stalin mandó envenenarlo porque osó diagnosticarle la paranoia y se burló de su brazo deformado. El amor de un dictador puede ser letal). El cerebro de Stalin también se conserva en el museo. Murió con una demencia, tal vez de origen vascular (La paranoia no deja rastro visible en la autopsia). Falta el de Trotski. Mostraría las consecuencias del golpe de piolet que le propinó el catalán Ramón Mercader, un comunista que cumplía órdenes de…¿adivinan?